Viñales


Foto: Yariel Valdés
A la Octava Graduación de Periodismo de la UCLV

Despertar en el mismo corazón de Viñales parece demasiado perfecto. Tanto que puede resultar nocivo, como un espejo ante imperfecciones propias o como un hervidero de emociones para creer que no se es feliz en otro lugar. El verde de las hojas, un cielo que parece derramarse, intenso, sobre las lomas, configura la estampa bucólica más hermosa de toda Cuba, un ambiente tan natural que da ganas de lavarse la ciudad que traemos encima y quedarse allí para siempre.

En una mañana de 2011, desperté en una de las cabañas del campismo Dos Hermanas, en el mismo corazón de la cordillera de Guaniguanico, donde estaba junto a una camada de futuros periodistas. Lo primero que me topé fue la singularidad de los mogotes, montañas deformadas por la erosión del tiempo que recuerdan que el almanaque no siempre desvanece la belleza, sino todo lo contrario: la exalta. Estaba de pie, frente a dos elevaciones tan cercanas, tan alcanzables, tan simétricamente deformes… y respiré profundo, o mejor, suspiré.

Me preparaba para un día de mucha caminata, de exploración: cuevas, ríos, gente. En el medio de Viñales —no la ciudad— la cobertura celular es nula y los postes de electricidad llegaban justo hasta el campismo, como para hacerte despertar de todo el letargo en que te imbuye la prepotencia citadina, aunque a la vera una hilera de casas mostraba un desfile de paneles solares. Vi, dibujado en el frente de un mogote, un mural con imágenes de dinosaurios, una obra tan anacrónica que despierta desinterés total, al menos en mí. Escuché, de pasada, la historia de una familia de ermitaños que no conocen el desarrollo, que bajan a veces de su guarida y dicen estar a salvo de todo mal gracias a los manantiales de los que beben a diario. Los aguadores, les llaman.

He recordado por estos días esa mañana de Viñales, un Viñales que se erigía enigmático ante mí. Tan puro. Quizás porque el aire fresco de diciembre me recuerda la brisa que baja de las montañas pinareñas. Quizás porque a estas alturas de mi vida no hay mayor calidez que el recuerdo de los días cuando la juventud aun no despuntaba en adultez primaria, cuando importaban menos las responsabilidades y mucho más el goce de la vida, cuando la vida no había que decidirla tanto entre el “me voy” o el “me quedo”; cuando muchos de aquellos rostros aun estaban junto a mí.

Esta mañana de diciembre me senté a escribir: Viñales, para mí, era risas de amigos recién construidos, noches de sofoco, jugadas a las escondidas, baile. Viñales era adivinar películas que nunca había visto; era concretar sentimientos por otros y por uno mismo; era chisme, era tristeza, era orgasmo en la aurora. Viñales, a la altura de una mañana, había sido vida. Despertar con todos esos recuerdos parece demasiado perfecto, y esa perfección se empoza en el alma y hace prometer la vuelta de uno, irremediablemente. Aunque añore todavía esos rostros que difícilmente volveré a ver juntos.

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