No me creo la coartada de Benedicto XVI

Sinceramente no logro concatenar mis ideas luego de que, con la misma naturalidad de sus bendiciones apostólicas, el papa Benedicto XVI anunciara su retiro del pontificado el próximo 28 de febrero.

Los pensamientos me abruman como buscando una forma de entender los motivos encontrados por una de las figuras más influyentes en todo el mundo – quien se despidió del ministerio de San Pedro refiriendo cansancio y agotamiento físico y mental–, para renunciar a un cargo a la manera de la jubilación de un jugador de baloncesto. Como católico, si me preguntan ahora mismo qué opinión me merece el hecho, respondo sin reparos: no me creo la coartada.

Más bien, las razones me sobran para afiliarme a teorías que no por escurridizas carecen de validez. Por tanto creo concordar con un investigador europeo, quien refirió al portal RT.Actualidad: “La renuncia del Papa es fruto de la lucha a muerte dentro la Iglesia, entre las fuerzas de la masonería y la fe católica”.

El asunto ha resonado a lo largo del siglo XX con verosimilitud, aunque a decir verdad no existen pruebas concretas al respecto. Las acusaciones vienen, de una parte por el esparcimiento cada vez más visibles de símbolos masónicos en el mundo – según algunas hipótesis los gobiernos y empresas más influyentes viven bajo los designios de esta congregación, y direccionan cada partícula del planeta, incluyendo la actual crisis financiera internacional –, por otro extremo por las visibles inserciones de políticas progresistas en el seno de la iglesia – fundamentalmente en el concilio Vaticano II – , para muchos más ligadas a las concepciones masónicas que a la doctrina cristiana.

La santa iglesia católica, quien llevara las riendas de toda la civilización occidental con brazo de hierro durante siglos, resultó una censora fortísima al irrumpir en la realidad moderna las sociedades secretas, lo que posibilitó una enemistad inmediata entre ambas instituciones. Bastaba solo mentar el nombre masón para que el clero oliera a azufre del infierno, y condenara a la persecución a cada uno de los afiliados a la fraternidad. Lo que puede conllevar a conclusiones probables de que la masonería tiene razones para intentar destruir a su acérrimo opositor de la manera más sutil: desde dentro.

Las acusaciones son serias, vale decir, pero la presencia masónica en otros sectores políticos y sociales devienen una realidad palpable. Dicen que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI, afiliados a sectores religiosos conservadores, resultaban fuertes obstáculos para algunos cardenales de reconocida correspondencia con logias italianas. Si es esta la razón de la renuncia o no, muy pocos pueden probarlo, pero no deja de ser preocupante. 

Sin caer en la denuncia hacia los masones, de los cuales tengo poco conocimiento, me alejo de cualquier prejuicio determinado por mi condición de religioso. Pero el secretismo que guarda su doctrina, no deja mucho que desear a quienes ven en los sucesos de este mundo un halo de misterio sin explicar.

Tal vez así, asumiendo la actitud del Papa como resultado de un martirio por las presiones al interior de la curia romana, me logre sumar a los millones de hermanos católicos en el mundo que alzaron sus voces a favor del Sumo Pontífice cuando catalogaron su acción de valiente y audaz  para el bien de la iglesia. Tal vez, reitero, porque si es cierto el ruido que alcanzan a escuchar muchos estudiosos alrededor del mundo, puedo reconocer la ardua labor llevada por el Papa en aras de poner en órbita una institución desacralizada por años y al parecer en la mirilla de la sociedad secreta más poderosa del orbe, la cual tenía en el excardenal Joseph Ratzinger un fuerte opositor – también acusado de masón en varias ocasiones.

Aclaro que no me afilio a las concepciones apocalípticas de varias sectas cristianas. No soy de los que utiliza la Biblia en un afán por interpretar la decadencia de la contemporaneidad. No aplaudo las teorías acerca de conspiraciones universales que traslucen el Apocalipsis bíblico y abarrotan los medios protestantes del siglo XX – y lo que va de XXI –. Ni creo ver al diablo donde solo hay acción humana.

Pero reconozco las disfunciones de este mundo, y más aun, las de mi iglesia, una institución abrumada por un pasado engorroso con el cual se ha ganado no pocos enemigos. Un organismo que muchas veces confundió los caminos de la llamada religión del amor, y en aras de purgar el mundo de pecado se armó de organismos represivos como la Santa Inquisición. No por gusto muchas veces he regresado de misa pensando en un refrán bastante definitorio cuando de la historia del catolicismo se trata: de buenas intenciones está plagado el camino hacia el infierno. 

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