Todas las tardes son domingos



Era difícil imaginar a Trinidad dormida en pleno marzo. Las noticias del Coronavirus resultaban lejanas hasta que el día 11, pasadas las 8 de la noche, el noticiero cubano anunció que tres italianos, alojados en una casa particular de este destino turístico, se convertían en los tres primeros casos confirmados en Cuba. La ciudad no volvió a ser la misma: histeria, miedo, negación.

Los mayores se guardaron primero. Los jóvenes festejamos los últimos encuentros antes de que llegara el confinamiento que sabíamos no iba a tardar. Los primeros negocios privados —algunos restaurantes y hostales— comenzaron a cerrar por voluntad propia porque creyeron que el país subestimaba el peligro.

“Hay gente desconsiderada que ha echado a sus turistas de casa”, replicó Carlos Alonso, dueño del bar El Mago, que todavía prestaba servicios una semana después, cuando ya los casos se habían triplicado. Para el 23 de marzo, Trinidad formaba parte de un plan de evacuación especial para librarse de extranjeros que fueron enviados a hoteles en aislamiento. El día después, cerraron la entrada de vuelos comerciales a Cuba y los casos ascendían a 57. La gente comenzó a quedarse en casa.

Yo me aislé desde el 22 de marzo. Antes, había elegido cuidados extremos. Opté por salidas contadas solo a ver a mis amigos. Enfrenté la ira de quienes imponían un beso o un abrazo y yo me negaba. Me entristecí porque en Cuba el calor humano es a veces más importante que la vida misma. Al bar donde frecuento para limpiar mis energías no he ido más. Lleva los mismos días de aislamiento que yo.


Han pasado casi dos meses desde que tuve vida social. Han pasado más cosas en esas semanas que en los anteriores meses: el país en cuarentena, casi 2000 enfermos y poco menos de 100 muertos. A las nueve de la noche salimos a la puerta para aplaudirle a los médicos. Días atrás, fui a mi oficina a firmar el contrato de trabajo a distancia. De camino, pasé por los centros principales de Trinidad. Los palacetes de casi 300 años descansan de los tumultos, las fotografías, el vibrar de bocinas y los desechos de los visitantes. Para esta anciana ciudad de medio milenio el turismo también puede ser un virus. Los días atardecen en sepia, como un regalo de la providencia ante estos tiempos de incertidumbre.

Mis tardes todas parecen domingo: cierta nostalgia, acaso una melancolía. El viento sopla fresco como un bolero cubano o un fado portugués. Ejercicios, un libro, el móvil o la hoja en blanco. Así es mi rutina. A lo lejos puedo escuchar un partido de dominó o la inactividad que también es una pandemia. Si no enciendo la TV, no recuerdo las desgracias — pocas en Cuba, valga aclarar. O si no me asomo a la puerta a fijarme que allá afuera había una vida a la que no le ponía esas ganas. De repente hasta la chismosa del barrio extraño, la risa de un amigo, el estrechón de manos, un abrazo. La última vez que bailé ¿sabía que iba ser la última? ¿Que besé, que observé, que escuché el bullicio de un bar o el ruido de los autos? ¿La oficina, la palmada de un colega, correr? ¿Qué iba a saber yo que la soledad podría tornarse tan grande que no cupiera en todo el mundo?

Comentarios

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