Crónica para fumadores pasivos

Una de las pocas veces que he dado un puñetazo fue a mis 13 años —lo reconozco, el arte de pelear no es lo mío—, cuando en una Disco-Fiñe un bravucón quiso intimidarme de la peor manera que supo: aspiró una bocanada de humo y me la lanzó directo al rostro en una acción que yo interpreté como una bofetada. Lo demás podrán imaginarlo.

Y aquello no ocurrió por obra y gracia del machismo, de exacerbación de masculinidades, de marcas de terreno. Cigarro. Humo. Nada que me desagrade más en este mundo. Desde aquel día juré que ni el más persuasivo de los mortales me haría caer en las garras del tabaquismo.

No me hicieron caer ni las primeras novias, que reclamaban el más experimentado, el más sensual de la clase, porque —asumámoslo, Hollywood se encargó de dejarlo claro— el acto de recostarse en el asiento, deslizarse las gafas a la cabeza y aspirar el humo del cigarrillo con la prepotencia de un gánster, puede llegar a ser tremendamente atractivo, sensual.

No me hicieron caer tampoco las estrellas del cine, que gracias a la industria del tabaco llevaron a buen término una de las campañas de publicidad más sutiles y mejor pagadas en la historia de la farándula norteamericana.

No lo hicieron mucho menos los cientos de amigos que en plena fiesta no paraban de dicir: ¡Prueba! ¡Prueba! ¡Prueba!… como si la voz fuese un cincel que lograse esculpir ideas. Y no lo digo yo, que de adicción a la nicotina se poco. Lo dice la Medicina, que ubica la persuasión de los congéneres entre las causas más comunes del comienzo de la adicción en los adolescentes.

Ni siquiera lo ha logrado Beyoncé, mi verdadera droga adolescente, que a fuerza de contoneos presumió de curvas y coreografías con un puro cubano acariciándole los labios.

Desde entonces me presumo fumador pasivo, porque mis padres parecen chimeneas desde que tengo uso de razón y porque nadie en este mundo escapa al humo del cigarro. Ni en la escuela, ni en el trabajo, ni en la guagua, ni en un parque.

De ahí que el tema del cigarro me provoque sin más un ceño fruncido. Ni fumadores activos ni pasivos tienen conciencia de lo que uno le hace al otro. No solo la simple molestia causada, la violación al derecho básico de respirar aire puro, sino el riesgo que acarrea para la vida del no fumador. Solamente en Cuba, el quinto país de América Latina infectado por la adicción, mueren 1500 personas por exposición al humo ajeno.

Con semejante dato no existe excusa para no exigir. Y bien sabemos que a la mayoría le hace sonrojar pedirle a otro que exhale sus bocanadas lejos de uno (llegado el caso hay quienes defienden al fumador), pero pedir «por favor, ¿sería tan amable de irse a otro sitio? No me agrada el humo», sería el inicio, obra de cortesía mediante, de un ejercicio básico de respeto al derecho ajeno.

Caricatura tomada de Internet

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