Malas palabras
Hubo tiempos en que yo no decía malas palabras. Ni una. Recuerdo que de pequeño me mordía los labios cuando me enfadaba, antes que soltar alguna obscenidad, ni en público ni en privado, lo cual resultaba raro porque en casa, si bien nadie tiene el lenguaje depravado, tampoco existen prejuicios al respecto.
De niño coexistía con amigos que las soltaban siempre y que al mismo tiempo me requerían por no decirlas, chama, quien ha visto un hombre que no diga malas palabras? Muchos, respondía yo. Recuerdo que un día, jugando beisbol sin bate – no se ahora, pero en los 90 los muchachos del barrio bateábamos con el puño – el negro Yoandy con una bola de trapo me soltó un pelotazo en la cara, y terminé llorando no del dolor, sino por la imposibilidad de aliviar aquello sin un buen me cago en la…
Por cierto, en mi barrio vive hoy otro Luis. Tiene apenas 3 añitos y tal parece que las primeras palabras que aprendió empiezan con p y c. Y es que –sin caer en el sermón barato– la gracia de enseñarle a los varoncitos a ofender parece una práctica muy usual en estos tiempos. ¿Qué tiene el niño entre las piernas? La p… ¿qué le dices a los que jodan mucho? Vete pa la p… ¿Qué es lo que más te gusta de las mujeres? Chuparle el b… 15 años más tardes, con pelos en el c…, vamos a ver qué le va a decir a mamá cuando lo joda mucho…
Pero volvamos al tema. En la adolescencia, bajo el ímpetu de la rebeldía, terminé por quitarme el traje de niño modelo. Resultado: rompí mi brecha con el pudor lingüístico y logré incorporar ciertos vocablos a los momentos más puntuales, como por ejemplo lo es el de la ira. Las malas palabras pesan en la boca, y por eso, cuando uno recibe una mala noticia, una molestia repentina o algo así como un golpe en el dedo chiquito del pie, nada mejor que tirar afuera una buena palabrota (sin que la escuche mucha gente, menos un niño) para sentir que te liberas de un gran peso.
De adulto, entonces, uno aprende que las malas palabras se incorporan como un ademán definitivo en nuestras vidas. Un recurso del idioma que llevamos a las más diversas expresiones de nuestras facetas humanas. Alegría: Cojo… hermano, qué bueno verte. Tristeza: me siento de pin… Nostalgia: te extraño con cojo… Negación extrema: Ni ping… Estado dubitativo: ¿Que mier… es eso? Interjección: ¡piiiiiiiiing…! Sexualidad: cógeme la pin… (Hay quienes aseguran que no existe el placer sexual sin las malas palabras)
En un final, recurso lingüístico al fin, las malas palabras son solo eso, palabras, cuyo significado primario solo las hace tabú en tanto son referencias a los órganos sexuales humanos, y en dependencia del contexto social y cultural. Me resulta curioso algo: es malo decir pinga, extenso palo utilizado en la cultura filipina para llevar cargas pesadas, y no lo es decir pene, que en un final es eso mismo que ilustra. Los españoles dicen culo como nosotros decimos trasero. O bollo, delicioso bocadillo hecho de maíz, que por culpa de la imaginación de unos cuantos en Cuba no se puede mencionar en cualquier lugar.
De esto último tengo una anécdota: En mi comunidad parroquial (no olviden que soy católico devoto, pese a cualquier tufillo de idea liberal en este blog) hace tiempo, unos muchachos se reunieron en la casa de las Religiosas de Marías Inmaculada para celebrar el cumpleaños de una de las hermanas. Españolas todas, recién llegadas, poco familiarizadas con el argot popular cubano, pasaron un mal rato cuando una de ellas, en medio de la felicidad de la fiesta, presentó el exquisito dulce que había hecho y recomendó, a viva voz y sin pelos en la lengua: “muchachos, muchachos, vamos a partirle el bollo a la hermana Dolores.”
la mala palabra no existe, como la moral es una ropa q se usa por imitación.
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