Para viajar el número 2 es bueno

El 28 de marzo de 2017, C. y yo nos preguntábamos qué íbamos hacer —dónde íbamos a estar— el mismo día del próximo año. La reflexión nos la trajo un gran amigo de Santa Clara que vino a despedirse a Trinidad porque viajaba a México, el primero de sus escapes hacia el extranjero.

El café El Mago —ese oasis donde llorar penas, hablar de amores, planear eventos y ser feliz— nos hundía en la conciencia de la maldita circunstancia del agua por todas partes, que no era la soledad, sino la sensación de aislamiento en las que nos sentíamos: el mismo bar, la misma gente, los mismo proyectos, la contención.

Uno no sabe que va a salir de Cuba hasta que planta un pie en tierra ajena. Uno lo intuye, lo trabaja, lo camina, lo aguanta, pero sigue sin creérselo hasta que el avión toca la pista extranjera. Una amiga una vez definió esa sensación como de cárcel (la extrapolación más severa de la sensación de isla, digo yo). Y de ahí el deslumbramiento.

C. y yo nos graduamos de la misma promoción de periodismo y fuimos de los inquietos que quisieron comerse el mundo tras dejar las aulas. C. y yo tuvimos que retornar a nuestra tierra de nacimiento, Trinidad, un lugar donde el aislamiento también habita personificado y deambula, todavía, como uno más. C. y yo nos sentíamos en el deber de una exploración nueva.

Ese día, debajo de los muebles colgantes del bar, a ritmo del beat incesante de música electrónica europea, entre el humo continuo de cigarros y los tatuajes-grafitis de las paredes, C. y yo quisimos también viajar. Anotamos en el móvil, comprobando las bajas probabilidades pero concentrando nuestra energía vital en ello: ¿Dónde estaremos este día de 2018?

Pues en Trinidad, viviendo una jornada como otra cualquiera. Dos semanas antes de que llegara marzo 28, C., conociendo mi debilidad para recordar cosas a la primera, me inquirió: —Se acerca el año y estamos aquí, en las mismas. Deberíamos romper la rutina al menos ese día, me dijo. — ¿Cómo?, pregunté con una mueca de incredulidad— “Deberíamos planificar un viaje a algún sitio a cambiar de aire. Vaya, por aquello de conozca Cuba primero…” Yo me encogí de hombros.

Tuvimos que trabajar, así que tomamos algunos CUC de sendas alcancías y nos fuimos a un restaurante de lujo para disfrutar de las bondades que nuestra tierra nos regala. A decir verdad, nos llegamos a sentir dichosos por vivir en Trinidad y por Cuba misma. Y había cosas que celebrar en el recién iniciado año.

Apenas unos días después de aquel almuerzo, comencé el proceso de admisión de un postgrado que se haría más tarde en Colombia. Solo cuando todo estaba seguro fui con la noticia hasta donde estaba C. quien no tuvo que esperar más de un semana para recibir la confirmación de que pronto estaría embarcándose en una aventura hasta el mismo Nueva York.

Un 2 de junio a las 2:00 PM C. tomaba un avión rumbo a los EE.UU. Ese mismo día, 2 horas después, yo me embarcaba por los cielos del Caribe hasta la dupla Bogotá-Medellín. Dice C. que él cree en los espíritus protectores. A saber cuáles nos estaban guiando aquel día que nos preguntábamos sobre los viajes y, un año y 2 meses después, nos subirían en par de aviones rumbo a tierras desconocidas. A ambos.