El niño perdido de Trinidad


La religión del Niño perdido es un culto popular a una estatuilla de cinco centímetros que, dicen los que creen, concede milagros a cambio de ofrendas.

Está en un predio de edificios prefabricados, frente a la estación de policía de Trinidad, sin arabescos, sin adornos de ningún tipo, sin doctrina de comportamiento, con trazados en serie. Para llegar al apartamento 6 en el edificio 15, hay que subir por unas empinadas escaleras que quitan el aliento. La numeración es difusa y cuesta trabajo saber cuál es la vivienda-santuario. Una vez dentro, hay muebles desalineados y sopla un aire de descuido. El único indicio de esoterismo está detrás de la puerta: un sonajero en forma de sol, un guano bendito, hojas secas de caimito y un papel con La oración de la mano poderosa, para espantar enemigos.

Purísima Concepción Veliz Gascón tiene 68 años y le dicen Conchita. Recibe a Tremenda Nota. Es la cuidadora de una urna de plata y cristal, bastante pequeña. Adentro está el Niño perdido. A la estatuilla la acomoda una diminuta cuna de oro y una manta de seda. La cuna está resguardada por un letrero fundido en oro que dice “El milagroso…”, símbolos egipcios, reliquias familiares, collares, anillos y algunas otros tributos de procedencia inescrutable.


“¿Tú conoces a Tony Lugones, el cantante?” pregunta señalando una fotografía del joven que exhibe con orgullo. “Él es mi sobrino. Estuvo malísimo, pobrecito, casi se nos va. Yo le llevé al Niño para que le diera bendiciones cuando estaba en el hospital. Tonito le tiene mucha fe. Ahí tiene él una piedra de Londres que le trajo cuando se cumplieron sus deseos. Porque Tonito, desde chiquito, siempre le pidió hacerse artista famoso, y mira, lo está logrando”.

La leyenda

Cuentan la familia, los libros, las crónicas de viajes y el historiador de Trinidad, Dr. Manuel Lagunilla, que la historia del Niño Perdido data de la segunda década del siglo XIX. Que un día un adolescente llamado Cleto Gascón, mientras jugaba por las inmediaciones del barrio La Cantoja, vio desprenderse de una piedra que cincelaban, un pequeño muñeco.


Cleto lo recogió admirado y, vociferando el parecido a Jesús de la figurita, llamó la atención de los demás muchachos. Pero sus amigos estaban demasiado eufóricos por agarrarlo. Así que, para que no lo pudieran tener, lo lanzó como si fuera una jabalina, muy lejos. Agobiado por su acción, regresó al día siguiente pensando que lo había perdido por completo. Pero lo encontró justo donde lo había tirado y lo vio como descansando, apaciblemente, en una hoja de güin.

La historia se esparció como pólvora por una Trinidad muy religiosa y aislada: la gente lo creyó un milagro. En 1813 el fraile franciscano José de la Cruz Espí le otorgó bendición cristiana y le llamó Santo. El cura lo tuvo dos años consigo hasta que se lo devolvió a los Gascón.

Con ellos ha vivido y otorgado los milagros que le atribuye la gente que ha visto en una minúscula efigie la solución a sus problemas.

La familia

Se sabe que Cleto Gascón tuvo una prima más joven llamada Manuela, a quién fue traspasada la propiedad del Niño Perdido y que murió en Amancio Rodríguez, lejos de su amada Trinidad. De Manuela nacieron Hilda y Elia, en la primera década del siglo XX. Con esta última, la estatuilla vivió hasta hace menos de 10 años. De Elia nacieron Ester, Rogelio, Carlitos, Haydée, Hildeliza y Concepción (Conchita), que la custodia hoy.

Lázaro Calderón Veliz es uno de los hijos de Conchita y el nieto mimado de Elia Gascón. Desde 1995 no reside en Cuba. Hoy vive en Italia. No practica religión alguna y es reacio a la doctrina de la Iglesia Católica. Quizás por eso afirma tajante pero respetuoso: “La custodia del niño debe tocarle a una de mis hermanas”.

Habla de su abuela Elia con gran admiración. Para él, oír hablar del niño perdido es oír hablar de aquella señora mayor mulata, bondadosa, simpática y dulce, que cargaba domingo tras domingo con la urna hasta la misa. Elia fue ama de casa y, además de cuidar de su extensa familia, su principal trabajo siempre fue atender, como si fuera una sacerdotisa, los reclamos de los fieles del Niño.


A la casa de Lázaro iban cientos de personas a pedirle cosas al Niño y le dejaban regalos. Los infantes llevaban flores y dientes de leche. Los mayores cosas de más valor. Su madre solía dejárselo a las familias en su casa si había enfermos o alguna otra dificultad. Lázaro recuerda que la gente a veces iba desesperada buscando la solución de los problemas más pesados: “si concede o no, no estoy seguro, pero al menos las personas se sienten bien”.

El niño tiene una fortuna en ofrendas. Miles de dólares por lo menos. Pero dicen sus cuidadores: “ninguno de nosotros ha usado ese dinero, en parte por miedo, en parte por respeto”. Lo consideran el “protector de la familia, entonces, no se puede morder la mano que te ayuda”.


¿Qué dijo la Iglesia Católica? “Querían la figura para ellos en algún momento. Pero dejémoslo ahí. No quiero dar criterios que se malinterpreten” comenta Lázaro. Para el fray Cirilo González Santamaría, párroco de la Iglesia Mayor Santísima Trinidad, la historia es hermosa como tradición pero aclara, en un lenguaje más cercano al concilio de Vaticano II y menos a las supercherías medievales, que el Niño “no clasifica en la doctrina de la Iglesia, porque atribuirle milagros a una estatua es superstición. Igual es hermoso que una familia lo resguarde con tanto celo”.

El barrio

Angustia es una calle corta ubicada en la zona más moderna de Trinidad, cerca del hospital municipal. El asfalto es viejo y descuidado. El tránsito, casi nulo. Las casas, en su mayoría, son humildes: no hay mucho vuelo arquitectónico. Una de esas moradas perteneció a Elia y su familia. El Niño perdido habitó allí por décadas.

Dos señoras y un zapatero conversan efusivamente en la acera.

—Chico tú me matas ahora mismo y yo ni tengo idea de por dónde anda el niñito. Eso siempre estaba ahí en esa casa —dice, en el quicio de la puerta, una mujer de 77 años que responde al nombre de Bérgica.

—¿Usted siempre ha vivido por aquí? —le pregunta Tremenda Nota.

—Imagínate, en esta casa desde el año 57.

—Eso es que lo tienen en casa de alguien para algún milagro de los que concede —afirma Marelys, de 52.

—¿Ninguno de ustedes le ha pedido milagros?

— ¡Cómo que no! —exclama Marelys— Mi niño a los dos meses casi se me muere con una meningo fulminante y en la familia hicimos una promesa. El abuelo de mi hijo era muy creyente y criaba caballos. Él le mandó a hacer una herradura y se la dimos de ofrenda… ¡Y se salvó! Eso fue en el año 82.

—Ven acá , Carmen, a ver si tú sabes —vocifera Bérgica a una mulata en otra zona de la calle—, ¿quién tiene el niño perdido?

—Deben tenerlo Hildeliza y Conchita, que ahora están en los edificios. Fíjate que desde que se llevaron al niño de aquí —y señala una casa cerrada como a 10 metros de distancia—, eso se ha destruido. Elia falleció y las cosas entre los hijos no son lo mismo. La casa hasta la dividieron. Ya no es igual.

—¿Ustedes practican alguna religión?

—Yo soy católica, a mi forma ¿ves? Y mis hijas son santeras —explica Bérgica.

Marelys, simplemente, cree: “Yo tengo mi fe, pero si tengo que ir a un espiritista voy. En realidad, creo en todos los santos. Ahora de Jehová y eso, pues no. Aunque respeto, ¿eh? Lo importante es ver los actos. Mira yo el otro día estaba tendiendo ropa y vi la mata del patio florecida y dije: se está acercando la semana santa porque cuando esa mata esta así es porque la semana santa está bien cerca”.

Catolicismo acomodado

La leyenda del niño perdido pertenece a otro capítulo del sincretismo religioso cubano, ese que no se circunscribe solo a las denominaciones religiosas que mezclan los cultos africanos y cristianos. Hay en el pueblo, como estudiara Fernando Ortiz, una presencia en otra forma difundida, de gran autonomía: la religiosidad popular.

En la época colonial, buena parte del pueblo, cansado de la opresión de las instituciones oficiales de la metrópoli española, con la Iglesia Católica a la cabeza, encontraron en esa religiosidad popular una forma de rebelarse, “con una capacidad creativa que incorpora modos propios de concebir lo sobrenatural”, al decir del Dr. Jorge Ramírez Calzadilla, en su libro El campo religioso latinoamericano y caribeño. Efectos de la globalización neoliberal.

En el ensayo El monte, Lydia Cabrera sentenció que el nuestro es “un catolicismo que se acomoda perfectamente a nuestras creencias”. Trinidad es, de hecho, arquetipo de esta idea. Desde el aislamiento económico y social al que se sumió en la segunda mitad del siglo XIX y hasta hace un par de décadas atrás, la ciudad se volcó a sus propios mitos y leyendas como forma de alimentar las esperanzas populares. La autora de El monte visitó la villa en 1940 y la definió como una ciudad donde no todos los muertos habían muerto.

*Este texto resultó de una deuda que tenía conmigo mismo. Publicado en el portal Cubasí y replicada en este blog, lo escribí siendo estudiante . Pero sentí que no le había hecho justicia a la historia pues solo me ceñí a lo que decían los libros. Con esta me quedo a gusto sabiendo que pude hurgar en lo que es la leyenda del niño perdido no solo desde lo que se cuenta en páginas antiquísimas, sino desde la gente, desde su familia y sus fieles, de cómo respira en nuestros días. Esta última versión fue publicada originalmente en la revista Tremenda Nota

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