Huracanes
En Santa Clara, a unos 700 kilómetros de las provincias del oriente cubano, donde Mathew dará su saludo mortal muy pronto, la cercanía del temporal llega con la certeza de la pequeñez que define a hombres y mujeres de esta tierra, aunque veces lo olvidemos; viene como para abofetearnos en el rostro, a ponernos de frente a la realidad de la que huimos siempre.
Después de un 2015 prometedor, con casi un 5 % de crecimiento del PIB, cuando las relaciones de Cuba y EE.UU. parecían ¿ilusoriamente? ponerle fin al Bloqueo y con ello el horizonte de la economía familiar creía mostrar una luz de alivio a los lejos, llega el 2016 con otra recesión considerable; en medio de una presunta crisis energética que nos hace cruzar los dedos: "¡apagones no, apagones no!" la llegada de un huracán no es otra cosa que un presagio de tiempos difíciles, de escuchar esas palabras que no queremos: recortes, carencias, dificultades.
Dicen que en mi tierra natal, Trinidad, por allá por el siglo XIX, los esclavos africanos enterraron reliquias bendecidas por sus dioses como maleficio para condenar a sus amos españoles a nunca encontrar fortuna, a sumir los predios conquistados en un letargo perpetuo sin la capacidad del desarrollo y que por eso la villa llegó al siglo XX totalmente olvidada y en ruinas, hasta hoy.
Yo me pregunto si los demás esclavos habrán hecho lo mismo en varios sitios de San Antonio a Maisí, porque me parece, por momentos, que esta Isla es incapaz de encontrar una gloria completa.
Es, si se mira con vis cómica, una cruel mofa de esos dioses. Los huracanes vienen a dar el tiro de gracia cuando el país cree haber encontrado cualquier panacea. Lo hizo Flora, en los 60, como para joder de un zarpazo la buena nueva que traía la Revolución triunfante. Lo hizo, entre otros, Lily, en 1996, cuando apenas dábamos los primeros pasos fuera de aquella crisis sin precedentes en la economía de los 90 que todavía nos empeñamos en llamar "Perído Especial". Lo hizo Michelle, cuando Cuba parecía emerger de sus cenizas en los 2000.
En 2005, Denis venía a confirmarnos a los trinitarios que la leyenda de los esclavos africanos podría ser cierta, cuando el turismo le daba una corona de princesa a la ciudad y la despertaba como bella durmiente. Tengo la imagen nítida de una rama devorando un techo de tejas, de la cúpula de hierro del parque Céspedes doblegada hasta el suelo, de la iglesia de la Popa desecha en menudos pedazos, de un tendido eléctrico derribado en más de 50 kilómetros, de 16 días sin corriente… de la amenaza de perder la condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad.
En Cuba, hasta ahora, tenemos solo la maldición de ver destrucción económica en derredor y no muerte, al menos no mucha. Posiciones políticas aparte, asumamos, cubanos todos, que nuestra respuesta ante huracanes es buena, que gracias a José Rubiera sabemos de ciclones más que de nosotros mismos y, llegado el punto, el arribo de un meteoro puede significar una fiesta, por la ausencia casi total de muertos y, porque tardío o no, el saldo económico lo asume el Estado.
(Recuerdo ver un vecino derribando el techo de su propia casa. Entonces entendí que un ciclón puede significar un recurso rentable: aprovechar la destrucción general para que las autoridades asuman los gastos constructivos de la vivienda).
En estos momentos los televisores transmiten una cobertura extensa. Ya sabemos que todo está listo. Tenemos plena confianza en que las medidas tomadas por las autoridades surtirán los efectos de siempre, que miles de personas están resguardadas y a salvo y que esperamos pocas negligencias para evitar tragedias.
Lo que no sabemos, pero imaginamos, es que incluso conservar la vida es una manera de perderla. A veces olvidamos a las personas anónimas de la punta de la loma, del barrio insalubre, que poco tienen y quizás hasta eso pierdan. A veces no bastan las buenas intenciones, siempre habrá un trozo de felicidad que el viento se lleve. Y cuando supera los 200 kilómetros por hora, la esperanza del regreso es poca.
Eso tienen los huracanes en Cuba, que llegan como intentando borrar cualquier esperanza en el horizonte.
Yo me pregunto si los demás esclavos habrán hecho lo mismo en varios sitios de San Antonio a Maisí, porque me parece, por momentos, que esta Isla es incapaz de encontrar una gloria completa.
Es, si se mira con vis cómica, una cruel mofa de esos dioses. Los huracanes vienen a dar el tiro de gracia cuando el país cree haber encontrado cualquier panacea. Lo hizo Flora, en los 60, como para joder de un zarpazo la buena nueva que traía la Revolución triunfante. Lo hizo, entre otros, Lily, en 1996, cuando apenas dábamos los primeros pasos fuera de aquella crisis sin precedentes en la economía de los 90 que todavía nos empeñamos en llamar "Perído Especial". Lo hizo Michelle, cuando Cuba parecía emerger de sus cenizas en los 2000.
En 2005, Denis venía a confirmarnos a los trinitarios que la leyenda de los esclavos africanos podría ser cierta, cuando el turismo le daba una corona de princesa a la ciudad y la despertaba como bella durmiente. Tengo la imagen nítida de una rama devorando un techo de tejas, de la cúpula de hierro del parque Céspedes doblegada hasta el suelo, de la iglesia de la Popa desecha en menudos pedazos, de un tendido eléctrico derribado en más de 50 kilómetros, de 16 días sin corriente… de la amenaza de perder la condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad.
En Cuba, hasta ahora, tenemos solo la maldición de ver destrucción económica en derredor y no muerte, al menos no mucha. Posiciones políticas aparte, asumamos, cubanos todos, que nuestra respuesta ante huracanes es buena, que gracias a José Rubiera sabemos de ciclones más que de nosotros mismos y, llegado el punto, el arribo de un meteoro puede significar una fiesta, por la ausencia casi total de muertos y, porque tardío o no, el saldo económico lo asume el Estado.
(Recuerdo ver un vecino derribando el techo de su propia casa. Entonces entendí que un ciclón puede significar un recurso rentable: aprovechar la destrucción general para que las autoridades asuman los gastos constructivos de la vivienda).
En estos momentos los televisores transmiten una cobertura extensa. Ya sabemos que todo está listo. Tenemos plena confianza en que las medidas tomadas por las autoridades surtirán los efectos de siempre, que miles de personas están resguardadas y a salvo y que esperamos pocas negligencias para evitar tragedias.
Lo que no sabemos, pero imaginamos, es que incluso conservar la vida es una manera de perderla. A veces olvidamos a las personas anónimas de la punta de la loma, del barrio insalubre, que poco tienen y quizás hasta eso pierdan. A veces no bastan las buenas intenciones, siempre habrá un trozo de felicidad que el viento se lleve. Y cuando supera los 200 kilómetros por hora, la esperanza del regreso es poca.
Eso tienen los huracanes en Cuba, que llegan como intentando borrar cualquier esperanza en el horizonte.
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