Esteban, el central, los anteojos

Foto: Yariel Valdés González
Mientras señala hacia el central Quintín Banderas (Corralillo, Villa Clara, Cuba) desde la puerta de su casa, a Esteban de Jesús Sedeño Villiva le cambiamos bruscamente la conversación para evitarle profundas conmociones. Había perdido irremediablemente la esperanza de ver humear la chimenea de su ingenio otra vez, como para que ahora no deje caer dos buenos lagrimones al tiempo en que espera que su central vuelva a la vida.

“Yo puedo sentir, solo por el sonido del pito y el color del humo, si ese central está trabajando bien o no. Oye, no fueron 35 años allí por gusto. Esa era mi vida”, dice sentado en su sillón de ruedas, víctima de dos infartos cerebrales (que no mellaron su claridad), mientras enseña unos anteojos soviéticos casi nuevos, de unas cuantas décadas de explotación. “Con estos yo veo desde allí, desde la mata esa que esta frente a la casa, todo lo que sucede adentro. Es que no me quiero perder nada de lo que pase cuando empiece la molienda”.

—"Parecen buenos los anteojos", le digo con curiosidad.

—Ah, esos me acompañan desde que estaba yo faja´o en Playa Girón.

—¿Usted peleó en Playa Girón?
—Sí, aunque ninguna autoridad de fe de eso yo estuve allí, tengo testigos pa´ contarlo. Imagínate que el 17 de abril era mi cumpleaños, y yo estaba ahí luchando duro.

—Bueno al menos fue un buen cumpleaños

—¡Cómo que bueno, si casi me matan!

—Pero después ganaron… Y usted está ahí firme todavía, sobrevivió hasta aquel accidente en que salió volando un tacho de los del ingenio.

—Ah sí, de eso me acuerdo, recuerdo que estábamos haciendo reparaciones y el tacho ese cayó tan cerca de mí que todo el mundo pensó que me había reventao. Nací de nuevo. (Ríe).

—Usted tendrá miles de historias que contar.

—Figúrate. Tenía 24 años cuando empecé a trabajar en el Quintín Banderas, en el año 1968. Yo vine para acá porque me enamoré de mi esposa actual, porque yo soy de Cienfuegos. Empecé como ayudante de mecánico de locomotoras, y poquito a poco me fui superando aquí adentro hasta llegar a Jefe de Turno de Maquinaria Azucarera, que era como decir el jefe de to´ eso. (Vuelve a reír)”.

—¿Cómo recuerda aquellos días cuando le anunciaron que el central iba a dejar de moler caña?

—“Imagínate (hace una pausa larga, suspira, sus ojos parecen cristales). Ese ese central lo vi crecer en la Revolución. Yo estuve a pie de obra para cambiarle toda la tecnología vieja y pasarlo a la soviética, yo estaba allí en la zafra del 70 buscando los diez millones. Eso fue quitarme la mitad de mi vida, y eso que yo me había retirado ya cuando decidieron que lo iban a cerrar, aunque dejaron después la refinería”.

Y enseña de nuevo los anteojos, quizás con la certeza de ser ese el aliciente que necesita para gozar de la nueva zafra que se avecina, acaso el evento más esperado del batey en los últimos años. Y los toma en la mano, con las ansias de vislumbrar no solo el proceso de trabajo para la producción de azúcar, sino además un futuro que profetiza como promisorio.

Pero unos anteojos que no le bastaron para predecir los pronósticos de una economía en bancarrota, por allá por el 2005, que melló hasta casi la muerte definitiva al azúcar, uno de los renglones indispensables de esta Cuba profunda. Y no solo del bolsillo popular, sino del espíritu de la isla, en donde demasiadas estampas bucólicas dijeron adiós, para siempre, al olor a melaza y bagazo, al sonido de chimeneas y sirenas…

Foto: Yariel Valdés González

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