Disquisiciones en el umbral de la morgue


Una ciudad cualquiera. Un hospital como otros. Espero la doctora que atienda mi caso. Leve. Rutinario. Un exudado de garganta para conocer por qué tengo usuales infecciones. También caminan por doquier mujeres para examinarse ciertas partes íntimas. Y ahí estoy yo, en espera de la seño que indique que no hay problemas en que me atienda, amén de que no sea oficial mi turno. “Un caso como otros para resolver”, digo a mis adentros para aliviarme la conciencia y aceptar lo ilícito.

Como debo esperar por la especialista, me siento en un muro. Contemplo el ambiente de la salud. La misma salud quebrantada de los pacientes que la visitan es lo que veo alrededor. Pero no pretendo ser parte de esta “juventud hipercrítica”, así que intento hacer pasar inadvertidas tantas desavenencias físicas: paredes corroídas, sitios despintados, mugre en algunas puertas, verde musgo en los muros, como si aún viviésemos los duros tiempos de los 90. “De todas formas agradezco que sea gratuita”, digo y repito tantas veces, para que no se me olvide que a pesar de tanto, nuestra medicina es inquebrantable…

Entonces reparo en algo inusual. Una puerta abierta que conduce a un sitio oscuro. Adentro hay una camilla extensa, específica para ciertos trabajos tenebrosos. ¡Tenebroso!, — entonces reiría el encargado del lugar. Ante mi escalofrío él dejaría claro que ya aquello ni lo sorprende, que han sido demasiados los cuerpos conocidos. Me queda claro todo: al lado del laboratorio donde espero, queda la morgue. “Tanto luchar en la vida para terminar en esa mesa y te rajen como un puerco”, bromea mi padre, que me observa contemplando la artificialidad de nuestra existencia. El cuarto es frío. Salido de un cuento de Poe ¿creo? O no. Quizás es demasiado natural. Tanto, digo yo, que abruma.

Sucede, entonces, lo que exactamente no hubiese querido. Doy la vuelta y veo un hombre empujando otra camilla con un cuerpo envuelto sábanas. Personas detrás, en sollozos. Y veo la muerte parar a mi lado sin demasiados alardes existencialistas. No lo meten en la morgue, lo dejan en un rincón de la sala de espera. Me desconcierta todo: Gente que pasa, cola de pacientes. La doctora grita el próximo. La del laboratorio clama !Bania, mija, tráeme más vasos recolectores, que se me acabaron!… Y el muerto quieto, y la gente pasa, y la familia llora, y nadie más reclama, y hace buen sol. Un día hermoso.

Este, sin lugar a dudas, es un muerto anónimo. La muerte es, también, un fenómeno de clases sociales. Hay muertes que acongojan demasiadas gentes. Y muertes que no. Muertes que algunas veces son hasta deseables, y algunas que nunca debieron suceder. Yo, que en realidad no creo que la muerte sea lícita en ninguno de los casos, me aterrorizo de que me sorprenda un día sin nada hecho en este mundo. No por joven, sino por no dejar una huella perpetua, una marca buena que me haga perdurar más allá de lo físico.

¿O debo preocuparme por si existe algo más allá de lo físico? ¿Acaso mi formación religiosa no debería convencerme que existe algo después? Ciertamente, no creo que haya nadie a plenitud convencido. La barrera donde termina la vida es, y seguirá siendo por toda la eternidad —o hasta el final de los tiempos, cuando revivamos todos—, el único misterio sin resolver que la humanidad conozca, por aquello de que no hay nadie que vuelva para contarlo.

Mientras, a nosotros no nos queda otra que ver pasar la muerte a nuestro lado, y pretender que es tan nuestra como la propia vida. La actitud será ¿por siempre la misma? “Cuando sucede natural, sin provocarla, la muerte adquiere sentido de cotidianidad”, me digo, mientras veo cómo al muerto lo llevan a la morgue, y la gente llora, y los médicos trabajan, y hace buen sol, y en este hospital cualquiera, de una ciudad cualquiera, me siento aturdido hasta por la existencia de la vida.

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